
El rítmico remar de los piragüistas rasgaba el raso de la tranquila corriente del río. Los caminantes, en cadencioso tránsito, repiqueteaban con sus tacones sobre los adoquines que alfombraban el puente. En la orilla, abandonados sobre un frondoso lecho, nos amábamos sordos y ciegos mientras dos ojos tapizados de musgo nos custodiaban.