
Al finalizar el día sólo me apetecía dar un puñetazo sobre la mesa para romper todo lo que había salido torcido desde que me levanté. Es decir, resquebrajar en pedazos el día entero. Pero tuve un instante de lucidez. En vez de golpear, respiré profundamente e inhalé el aroma de la noche. Puse un disco, acudí a la nevera, abrí una cerveza y me senté a olvidar. A partir de entonces, todo empezó a mejorar.