
Aquellos días vivíamos en un piso prestado cuyas baldosas sonaban como teclas de xilófono. A falta de pucheros, nos besábamos para calmar el hambre y, entre comidas, hacíamos el amor sobre un camastro desvencijado que, como el suelo, tenía música. Para descansar explorábamos los armarios en busca de algo que llevarnos a la boca y, al no encontrarlo, volvíamos a besarnos. A veces un amigo robaba de su casa un par de huevos o un yogur y lo traía ilusionado. Entonces organizábamos una fiesta y nos regalábamos más besos. Aquellos días fuimos felices.