
Entré al templo. Los borregos callaban, escuchaban y asentían sin dudar, sin pensar siquiera que podían dudar. Pasé después por el estadio y encontré a los borregos berreando al unísono como si, en vez de cientos de cabezas, una sola opinara. En la plaza los borregos miraban al orador convencidos de sus palabras y agitaban las cabezas ratificando el discurso. Los destellos de la pantalla iluminaban las cabezas de los borregos que, sin opinión propia, devoraban las opiniones ajenas y las digerían como parte su alimento. Terminé en un auditorio atiborrado de borregos coreando estribillos y consignas sin vacilar, ausentes de reflexión.