
Juan Campecho estaba tan bien considerado en su ciudad como su padre, Juan Campecho, aunque por motivos bien distintos. Si el progenitor se ganó el cariño y el respeto de sus vecinos por su afecto y fraternidad, el hijo compró la admiración gracias a la ventaja que le proporcionaron algunos negocios afortunados. Así, los principales capitales de la localidad, con sus respectivos satélites, veneraban la valía de Juan proporcionalmente a sus rentas y a los beneficios que éstas pudieran revertirles. Campecho padre no veía con muy buenos ojos las mercaderías de su hijo, alejadas por completo del futuro solidario que había imaginado para él y los suyos. Hijo –le dijo un día– haz que te quieran por ser tú mismo, el cariño no se compra con dinero. Juanito contestó con una sonrisa socarrona y salió a la calle, orgulloso de su estilo y personalidad.
De fondo: “La Belleza”, de L.E. Aute