
Mis abuelos desconocían el significado de la palabra. No, miento: desconocían su existencia. Tampoco sus vecinos ni los del pueblo de al lado pero allí no se tiraba nada. Las mondas de las patatas, las migas de pan y las cáscaras de la fruta, previamente troceadas, terminaban en los comederos de gallinas y cerdos. La comida que no se producía en la huerta o la granja llegaba en envases que se reutilizaban para cualquier otro uso. Cuerdas, alambres, tornillos y botones esperaban volver a ser necesitados en latas de sardinas similares a otras usadas como bebederos para los gatos o moldes para el queso. Escuchar a mi abuela datar los escasos, pero justos, objetos de la casa suponía motivo de mofa para un muchacho de ciudad porque la mayoría procedían de su boda o la de sus padres. Cerca del pueblo había un pequeño vertedero que apenas crecía porque allí sólo iban a parar las escasas cosas verdaderamente inservibles. Aquel muchacho que antes se reía de su abuela, hoy espera que las polillas terminen su trabajo antes de tirar un jersey y disfruta viendo como los cerrajeros todavía tienen poco trabajo mientras queden camas disponibles.