
Hacía caló. tanta caló como sólo saben quienes se atreven a pisar el asfalto madrileño en el mes de julio. Más que en agosto, por mucho que algunos digan. Tanta caló que daba pereza hasta mover la lengua para añadirle la “r” final. Pero tuvo que ser en julio cuando llegaste y, como cantaba Javier, al revuelo de tu falda se refrescó el verano. Con tu acento nórdico por sintonía y tu curiosidad por brújula nos embarcamos sin rumbo a descubrir horizontes alternando visitas con besos y souvenirs con suspiros. Con el trajín llegó el hambre y entre los páramos mesetarios hallamos un oasis de almíbar donde reposamos bajo palmeras de poliéster. Lúbrica en tu deleite te observé encendido anhelando libar el néctar que corría por tu piel, más desnuda que cubierta debido a los rigores veraniegos. Logré controlar mi deseo. El vendedor te miraba, quizá tan ávido como yo pero él no se pudo dominar y, poco antes de que terminaras de comer, con casi todo tu cuerpo cubierto por el azúcar exclamó: “¡Qué melone! ¡Qué melone! Ehtá bueno ¿verdad? ¡Allí en zu tierra no comen melone como ehtoh!”.