
La luz cenital derramada sobre el tapiz creaba un dramático claroscuro contra nuestros cuerpos apoyados en la banda del billar. Pendientes sólo del arrebato, no nos dimos cuenta de la carambola a pesar de que todas las bolas de la mesa salieron despedidas como en “La Gran Explosión” con que todo comenzó. Nadie que hubiera visto la intensidad de los besos y la temperatura que alcanzó la sala se atrevería a discutir sobre el origen del universo ni a negar la existencia del amor fugaz. Como las bolas encima de la pizarra, mis dedos se expandieron por su espalda creando un infinito cosmos de caricias comparable sólo a sus cabellos rojizos que, como perseidas caían por mis manos. Comprendí, por fin, la teoría del caos cuando, atraído por la fuerza que me unía a su órbita nos amamos sobre el tapiz hasta que un camarero nos separó. Sin resolver la ecuación, nos confinaron a la barra del bar. El final siempre es impredecible.