
Cuando joven gané un concurso de belleza. Aquel año me proclamaron “La Más Hermosa de la Ciudad”. Orgullosa exhibía mi título presumiendo de mis encantos y escuchando las aduladoras palabras de quienes me admiraban y me envidiaban. Con los años la piel se fue arrugando, y mis bellos ojos cerrando por el peso de los párpados. ¡La Más Hermosa de la Ciudad! Lo fui y no lo olvido. Y ese recuerdo me mantiene viva y satisfecha porque aunque mis huesos luchen por sostener el pellejo, sé que, al menos aquel año, fui feliz.