
Planchó la camisa con más esmero que de costumbre. Cada pliegue le recordaba un beso, cada arruga una herida. Rellenó varias veces el depósito de agua y tantas otras lo vació con deleite recordando las primeras risas, lamentando los primeros golpes. Repasó las mangas vacías de sus brazos, los botones, vacíos de su pecho, la espalda, vacía. Cuando comprobó que estaba perfecta, buscó la mejor percha y la vistió con el mismo desvelo que si cubriese su piel. Se asomó al balcón pero ignoró la llamada de la acera. De la persiana colgó el estandarte de su trabajo y salió, cerrando por fuera, por la puerta de la calle.