
Después de varias horas de viaje en autocar mirando a través de las ventanillas como se transformaban los paisajes, llegamos a un albergue rodeado de bosque. Tras separarnos por sexos en habitaciones inmensas, nos convocaron a cenar. A la mañana siguiente me escapé unos minutos, más que para explorar la zona, para recordar el barrio y los amigos que allí quedaron. Subí por una cuesta empinada, giré por el sendero de la izquierda y seguí ascendiendo hasta que me faltó el aliento. Sentado a la sombra de un chopo y mirando aquella hierba agostada del mismo color que su pelo, sus ojos vinieron a mi memoria. Entonces busqué en el bolsillo mi navaja de explorador y con ella tatué en el árbol que me servía de cobijo nuestros nombres. Retuve el recorrido y el lugar exacto de aquel tronco con la esperanza de regresar juntos y mostrárselo pero jamás volvimos. Dos veranos después dejamos de vernos por el barrio y ni siquiera sé si talaron el bosque. Sin embargo, siguen en mi cabeza el mapa del tesoro, las cuatro letras de su nombre y el lunar junto a aquella boca infantil que nunca llegué a besar.