
Hasta la tercera canción todo parecía normal. De pronto los pies cobraron vida y al unísono comenzaron a ejecutar un ligero vaivén acompasado. Les siguieron las rodillas y al poco las caderas. Después los brazos, separados de los troncos, agitaron el aire como espantando mosquitos. Antes de terminar esa tercera pieza, un puñado de gente desconocida que sólo seis minutos antes poseían sus propios cuerpos, habían perdido el control de las extremidades y bailaban despojados de vergüenza. También desbocado, logré un segundo de juicio para observar alegre la escena. “Tranquilo, todo está controlado” me dijo el músico en ese momento con un guiño cómplice.