
La existencia de dios ni siquiera se planteaba; como la asistencia al colegio la hora de irse a la cama o las misas dominicales, la vida giraba en torno a esas obligaciones irrefutables. De pequeño, resultaba tan habitual la omnipresencia que nunca le dio importancia. Incluso veía la liturgia como un curioso espectáculo en el que deseaba participar, aunque fuese como ayudante. A medida que fue creciendo comenzó a incomodarle la vigilancia continua de aquel ojo gigantesco que juzgaba cada uno de sus actos. Además, pronto observó que esos juicios resultaban muy poco justos porque los compañeros que peor se comportaban recogían más triunfos. Decidió que ese dios del que tanto le habían hablado debía estar dormido así que lo apartó de su vida. Cuando comprobó que los castigos eternos con cuyas amenazas le habían dominado, no llegaban, se sintió, por fin, libre.