
En mi pueblo cuidaba ovejas. Lluvia, sol, frío, nieve… daba igual; el ganado no entiende de excusas y la piel se curte con las inclemencias. Las montañas dominaban el paisaje y alzando la vista encontrabas praderas siempre verdes y árboles frondosos. Cuando al caer la tarde regresaba, no faltaba una conversación intrascendente o filosófica -aunque nadie en la aldea tenía estudios- y así el tiempo pasaba despacio, sin más sobresaltos que una oveja enferma o el esporádico ataque del lobo. Aquí, con calefacción y aire acondicionado, el bosque se esconde tras el hormigón y la gente desconfía cuando sonríes. El tiempo pasa despacio sin clientes y el lobo me obliga a llevar corbata.