
Desconozco la distancia real entre la estación y la habitación del hotel pero a mí me pareció infinita. Tras abrirme paso entre el tumulto al bajar del tren, la ciudad me intimidó con sus ojos enormes e inquisitivos; incluso cruzar la plaza de la terminal me asustaba. Los habitantes, como autómatas, circulaban rumbo a sus quehaceres mientras yo aseguraba cada paso antes de dar el siguiente oteando azoteas y esquinas. Tuve que parar en un café a tomar aliento. Fue allí, entre el bullicio de peticiones, loza entrechocada y resoplidos de cafetera donde mi nuevo hogar comenzó a sonreírme.