
Al caer la tarde paseaba sin prisa por la calle de las librerías de viejo. Se detenía en cada puesto, echaba un rápido vistazo al surtido y acariciaba los lomos de los libros como si fuesen amantes pensativos. Un día el dependiente, después de saludarla, se le quedó mirando curioso pero en silencio. Ella no percibió la atención y dispuso su rutina. Al momento quedó perpleja. Levantó la vista y el vendedor seguía observándola con la misma cara de sorpresa. Volvió al libro. Lo tomó entre sus manos y releyó el título. Sí; no había duda pero, por si acaso, lo abrió y comenzó a leer: aquellas páginas contaban su propia historia.