
No tengo la culpa de ser un sentimental. Ni de que el sol esté ligado a mí de esa manera absorbente. No me interesa el progreso. El progreso, en verdad, no me importa un ardite. Y, en cambio, me importa el pulso de un compás latiendo en mis muñecas y las casas blancas y los olivares y los matorrales; y la Playa de Bolonia, y la gruesa y enloquecida corriente de Los Caños; y el bullicio de los mercados; y las sirenas de los barcos; y los gatos callejeros; y el agrio olor de los puertos; y la formación pausada y solemne de las piedrecillas que arrojan las olas; y el rincón melancólico y salvaje donde aquella noche me perdí hablando contigo; y el chillido reiterado y monótono de las gaviotas sobre cubierta cuando descargan los atunes; y tus pecas. Y las palabras de los amigos; y el delgado hilo que teje una melodía y tantas y tantas otras cosas que están fuera de estas cuatro paredes. Sin embargo, todo he de dejarlo por el progreso.
Parafraseando a Miguel Delibes en El Camino.