
La clase de gimnasia siempre supuso un suplicio. Comenzaba a ponerme nervioso desde por la mañana al vestirme con el chándal reglamentario y cuando, horas después, sonaba el timbre para bajar al patio, el pánico me bloqueaba. Los más ágiles y fuertes disfrutaban con los ejercicios y exhibían sus habilidades sobre el plinto como gallos encaramados a un palo. Los débiles y torpes nos escondíamos al final de la fila confiando en pasar inadvertidos ante los ojos medidores del profesor. No recuerdo que nunca se conjugaran los verbos “participar”, “aprender” o “disfrutar”. Los adverbios comparativos y el único objetivo de la victoria aumentaban constantemente los tiempos a batir, las alturas a saltar o el peso a lanzar consiguiendo así aumentar las distancias entre ganadores y perdedores. Solo muchos años después, con el cronómetro ya olvidado, comencé a disfrutar del ejercicio.