
El cielo se volvió naranja, después violeta, morado y de un azul tan intenso que parecía negro. Las farolas se encendieron. Desaparecieron los paseantes de la plaza y cesó el ruido en la calle. El perro se cansó de dar vueltas alrededor del banco y se sentó a su lado. Ella no se había movido de allí desde que las nubes destacaban sobre el cielo aún azul. En las manos sostenía un teléfono a cuya pantalla miraba obsesiva como pidiendo una explicación. Por todas las ventanas del vecindario, menos por una, se escuchaban los tenedores contra el cristal de los platos batiendo los huevos para la cena. Llovió sin ganas, sólo para humedecer las margaritas, el cielo se volvió negro y la silueta de la mujer se fundió con la noche. En su casa cenarían frío, como había quedado su corazón.