
Tras guardar en la maleta sus dos últimos años de vida, tuvo que subirse encima para poder cerrarla. Aún así, dejó fuera el aroma que encontró en las sábanas la primera noche, las risas de los nuevos amigos, los gemidos acumulados en la pared de su cuarto y los paseos solitarios por la alameda. Camino de la estación, un pasillo de pañuelos impresos acudió a despedirla al tiempo que ofrecían cobijo, compañía y lecciones a los recién llegados. Con prisa por subir a su nueva vida, no quiso mirar atrás. Se negaba a mojar con llanto la ciudad que tanto tardaría en abandonar su memoria.