
Prudencio Pérez leía el periódico local sentado en el sillón de su despacho, con los pies sobre la mesa, mientras esperaba que sonase el teléfono. Al terminar la última página lo arrojó a un rincón donde se amontonaba la prensa de días anteriores, se puso en pie y retiró un visillo amarillento para asomarse a la ventana. Los escasos transeúntes, en su mayoría jubilados, caminaban sin prisa y con bolsas de plástico en las manos. Volvió la vista al despacho y recorrió las paredes decoradas con descoloridos pósteres medio despegados y viejas fotos de músicos sonrientes. El teléfono gris que un día fue moderno seguía mudo. Sin ganas ni convencimiento, Prudencio Pérez tomó su abrigo y salió del despacho para unirse a los paseantes sin prisa.