
Los barcos dormidos de la bahía son testigos de que me atrapó con la red que tejía su voz inquieta. Las azaleas del paseo, vencidas por el viento, podrán jurar que no ofrecí resistencia a sus dedos, que buscaron brotes bajo mi piel de otoño. No podrá callar la aurora que me tragué un beso y los siguientes cuando, borracho por el dulce zumo de su mirada moscatel, me colgué de su cintura. Mas con tan ilustres testigos la luna creciente me declaró culpable, acusado por retener contra su voluntad al deseo.