
Cuando llegaba el invierno mi madre encendía todas las mañanas el fogón de carbón que había en la cocina. Así nos calentábamos en aquel pequeño piso del extrarradio. Muchos días, para aprovechar el calor, asaba castañas sobre la placa o llenaba el horno con delicias cuyo olor invadía el edificio entero. Así, al regresar del colegio, sabía nada más cruzar el portal lo que había de comida ese día. El dulzor empalagoso de las manzanas asadas con miel y canela resultaba de los más apetecibles. Nada que ver con los frutales y colmenas incendiados por divertimento.