
Aquella mañana madrugué más de lo habitual. Me levanté animado por el frescor del amanecer que aún entraba por la ventana y me dirigí a la cocina. Allí, mi abuela se sorprendió al verme tan temprano. Sonrió y me alzó a la mesa con un beso de buenos días. “Hoy es un día especial”, me dijo. Yo no entendía por qué pero también sonreí. Sobre la mesa colocó una fuente enorme de churros recién fritos que había estado amasando mientras yo dormía. Abrí los ojos como platos al tiempo que decía apenado: “Ha dicho mi madre que si como muchos churros luego me duele la tripa”. Ella tomó uno de los fritos más recientes y, al tiempo que lo abría y soplaba para que no me quemara, me lo ofreció mientras guiñaba un ojo cómplice.