Acostumbrado a la piscina infantil del barrio, caldosa y azul de gresite, el mar me parecía un túnel oscuro lleno de misterios. Aún así no pude contener el deseo y caminé hasta que el agua me llegó a la cintura. No me sobrecogió la temperatura fría sino la sensación de inmensidad. Las advertencias de mi madre desde la orilla sobre la traición del océano y sus infinitos peligros no contribuían a que ganase confianza pero comencé a chapotear al ritmo de la risa nerviosa. Desde aquel bautizo marino no he vuelto a separarme del agua.
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