
Antes de que me diera tiempo a tomar el postre, Luis ya asomaba por la puerta dando voces para que saliera de casa. Ignorante a las protestas de mi madre, con un trozo de melón en la boca y otro en la mano, me levantaba corriendo de la mesa y agarraba la bicicleta. Escuchando las bromas de mi amigo nos dirigíamos a buscar a Mario, donde se repetía una escena similar. Por fin, juntos los tres, enfilábamos el camino del río en el que pasábamos la tarde con una caña de pescar en la mano y refrescándonos los tobillos en el exiguo caudal. Cuando el sol dejaba de calentar, regresábamos al pueblo sobre aquellas viejas bicicletas que luego descansaban apoyadas en la puerta de alguna casa en la que consumíamos el día. Así, aquellos monótonos veranos de la infancia, se fueron llenando de momentos felices.