Cuando el bullicio de la ciudad dejó paso los grillos serenos y las luces de las casas se recogieron para dormir, aprovechaste un despiste de las farolas vigilantes para colarte en mi habitación a escondidas. Desprevenido, había dejado las sábanas abiertas y la piel sin cerrojo; tú, codiciosa, no tuviste reparo en arramblar con mis entrañas. Cuando las calles se desperezaban escapaste por la ventana, furtiva como habías entrado, orgullosa de tu botín, sin querer volver la mirada para que el rastro de deseo desparramado no derritiera tu corazón helado.
Robo
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