
Mientras Marcela añoraba las olas que golpean El Malecón, la suave brisa mediterránea acariciaba mis mejillas y algún grano de arena travieso ocultaba un punto y aparte. Marcela viajaba de La Habana a París y de Nueva York a Barcelona creyendo buscar su sitio mientras mi silla se hundía en la playa y mi silueta comenzaba a formar parte del paisaje. Cuando Marcela se encontró, por fin, a sí misma en un rincón del pasado cerré las tapas y la dejé allí tranquila; llené los pulmones de aire salobre y dejé a los ojos perderse en el horizonte, consciente de que no necesitaría maletas para mi próximo viaje.