
Érase una vez que había dos semillas. Ambas cayeron en terreno fértil y germinaron pero cuando menos lo esperaban, apareció ante ellas una gigantesca torre de ladrillo que parecía infranqueable. Una de las dos, creyendo que así no podría seguir creciendo, no hizo otra cosa que llorar y lamentar su mala suerte. La otra, sin soltar una lágrima, buscó los puntos débiles del muro y en ellos hizo hueco para agarrar sus raíces. Y así fue como creció y creció y se hizo una higuera grande y fuerte que todavía hoy desafía con su altura las paredes del muro invencible.