
En una isla cuya longitud no llega a los sesenta kilómetros, mil quinientos metros resulta una altura más que considerable. Ahí se encuentra una aldea que recibe su nombre por haber servido de refugio en tiempos en tiempos de guerra. Y no ha de extrañar porque acceder a ella, incluso en pleno siglo XXI no es tarea sencilla. Sin embargo, compensa el esfuerzo por respirar el aire que sirve además para secar, tanto los típicos bordados maderienses, como las camisetas importadas.