Aunque tamizada por las plomizas nubes invernales, la luz se descomponía en miles de chispeantes centellas cuando llegaba al suelo y se reflejaba en las incontables perlas verdes y ámbar que cubrían la cala. También el sonido de las olas al chocar con la orilla se dispersaba reverberando en las paredes acantiladas. No se escuchaba otro ruido en ese rincón, acaso el caminar de los cangrejos apresurados.
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